De la lesión al milagro: nuestra experiencia con el Método Doman - Parte 2

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Parte 2: "Mi hijo es inteligente"

Iniciar el programa no fue nada fácil. Vivíamos en una casa muy pequeña, ubicada en la parte alta de la oficina de nuestro negocio. Solo contaba con una recámara, un pequeño pasillo, un baño y la cocina. El material del programa ocupaba toda la casa, así que prácticamente vivíamos en un mini gimnasio.

En la primera cita, al llegar al edificio del área clínica, entramos a la sala de espera, donde había un gran templete alfombrado de color azul con verde. En esta área es obligatorio entrar sin zapatos, una regla inquebrantable. María Asenjo, de nacionalidad española —alta, delgada, pelirroja, de cabello largo y vestida con falda negra y saco verde, uniforme del personal del programa fisiológico—, exclamó con entusiasmo: “¡Qué niño tan inteligente!”, “¡Hola!”, y repetía: “Pero mira nada más, qué niño tan inteligente”. Volteé a buscar al niño a quien se dirigía y, para mi sorpresa, el único infante en la sala era Junior. Según yo, no podía estar hablándole a él; siempre nos habían dicho que sería un vegetal, un retrasado mental, un idiota. Sin embargo, caminando hacia nosotros, dijo: “Hola, Rubén Iram”. ¡El niño inteligente era mi hijo! Inmediatamente me erguí, esbocé una gran sonrisa y me sentí profundamente orgullosa de ser su madre, de saber que alguien lo reconocía. Desde ese momento me casé con los institutos, el único lugar donde creen que estos niños son inteligentes, aun en contra de todo diagnóstico.

Recordar este momento me deja sin palabras. Fue doloroso darme cuenta de que, aunque esas etiquetas me herían, en el fondo yo también las había creído. María, nuestra traductora, además de eficiente, amable y paciente, siempre estaba dispuesta a traducir y explicar las veces que fuera necesario, sin dejarnos con dudas. Sin embargo, había una pregunta que no pertenecía al programa y me atreví a hacerla al despedirnos: “María, ¿cómo sabes que es inteligente?”. Sin titubeos y con total seguridad, me respondió: “¡Solo hay que verle los ojos!”. Miré fijamente los grandes ojos azul profundo de Junior y, con el paso del tiempo, he comprobado que no se equivocó. Estoy de acuerdo con ella.

Durante diez años trabajamos como si se tratara de una empresa, donde la materia prima era mi hijo. Junior lloró mucho durante todo ese tiempo, pero valió la pena; ¡vaya que valió la pena! De no moverse nada y con poca o nula organización neurológica, logramos, a través del programa, que Junior se moviera de manera independiente. Hoy camina, corre, nada, brinca y trepa.

Después de esa experiencia, puedo afirmar que este es el mejor método que existe para que un niño logre movilidad. Obviamente, se requiere muchísima constancia, dedicación, tiempo y practicarlo durante todo el día, todos los días de la semana, todas las semanas del mes y todos los meses del año. Como mamá de Junior, me sentía feliz, orgullosa y agradecida; valoraba cada milagro que vivíamos a diario, dándome cuenta de las maravillas de la vida. Sus logros me llenaban; disfruté cada movimiento de su cuerpo, observé sus ojos para notar sus avances y celebré con emoción cuando me siguió con la mirada, cuando balbuceaba y cuando pronunció su primer “ta-ma-ya”, porque sabía que, con ello, comenzaba a estar con nosotros. Respiré aliviada cuando pudo comer sin atragantarse, gocé con su primer aplauso, cuando se puso de pie, sus primeros pasos y cuando me dijo “mamá”. Todo esto me confirmaba que mi hijo estaba vivo. Me sentí afortunada y dichosa de que su cabeza siempre creciera, demostrando médicamente que sí se podía.



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Mamá, escritora y conferenciasta. Autora del libro "El Color de la Esperanza"

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